Cama Adentro - Segunda parte
Existen manera sutiles y otras muy directas de darle a entender a alguien que creemos que es inferior a nosotros.
Cuando hablamos del maltrato o discriminación hacia las trabajadoras del hogar en Perú, no podemos hacerlo desde un solo ángulo. Un estudio publicado por la Defensoría del Pueblo en abril de 2016 afirma que las trabajadoras del hogar “están expuestas a discriminación múltiple: por sexo, origen étnico, edad, condición económica, condición migratoria, entre otros”.
Se trata de una dinámica discriminatoria y patriarcal que es estructural en nosotros, y que nos coloca a mujeres contra otras mujeres. Yo misma, en una de mis supuestas reivindicaciones de género muy tempranas, cuando mi mamá me decía que debía aprender a usar lejía, a lavar bien las ollas o a barrer como se debe, le decía que, como la mujer económicamente independiente que iba a ser, tendría dinero para pagar a alguien que lo hiciera por mí. Desde pequeña, entonces, asumía varias premisas: que podría pagarle muy poco a alguien para que se encargara de mi casa, que existiría esa persona, que un símbolo de mi independencia sería precisamente tener a esa persona a mi cargo, que esa persona sería mi garantía para no ser un ama de casa sumisa. No pensaba en que mi moderna independencia le costaría la suya a otra mujer. “Hay un montón de mujeres de colectivos que igual siguen siendo patronas. Luchan por los derechos de la puerta para afuera”, dice Clementina.
Es cierto. Las empleadas del hogar son discriminadas no solamente por encargarse de un trabajo que no tiene el prestigio de otros o por provenir de una clase social más baja, sino también por encargarse de un trabajo históricamente propio de las mujeres. Las miles de empleadas del hogar que existen en nuestro país tienen, en gran parte, empleadoras o jefas directas mujeres. Las mujeres que tienen más dinero, así sea solamente un poco más, que tienen estudios completos y provienen de la costa o de Lima capital tienen más probabilidades de tener una “empleada doméstica”. Históricamente, a las mujeres nos han encerrado en la casa. Sin embargo, es preocupante que nosotras también estemos encerrando a otras mujeres en nuestras cocinas, sin reconocerles los derechos completos que su trabajo merecería.
En enero de 2015, una noticia comprobó que en Perú la realidad es más impresionante que la ficción. La empleada del hogar de la entonces ministra de la Mujer, Carmen Omonte, la denunciaba porque se había negado a inscribirla en el seguro social, a pesar de estar embarazada.
Debe ser extraño identificarse como el jefe o la jefa de alguien que vive contigo o que trabaja en tu hogar limpiando tu suciedad y observando tu vida privada. Tan extraño que las palabras se emiten con malestar al momento de decir “He contratado a una empleada del hogar”. Dependiendo de quiénes seamos, llamamos a estas mujeres con confusión, desprecio, paternalismo o indiferencia. En Lima, las trabajadoras del hogar no se llaman así, sino que son “la chica”, “la muchacha”, “la chacha”, “la sirvienta”, “la señora que limpia”, “la señora que ayuda en mi casa”, “la chica que nos ayuda”, “la chiquita” o cualquier diminutivo que se le pueda agregar a su nombre propio.
No existe una formalidad suficiente en este trabajo que nos permita reconocernos como empleadores e identificar a este grupo de mujeres como nuestras empleadas. Pero la ley nos puede ayudar con este inconveniente. Si bien los números de las leyes nos suelen confundir, el nombre de esta particular nos puede ayudar a dilucidar un nombre adecuado para el puesto: la Ley N°27986 se llama “Ley de los trabajadores del hogar”. Aquí es imperativo agregar un matiz más: estos “trabajadores” son “trabajadoras”, ya que están conformados principalmente por mujeres. La Organización Internacional del Trabajo estima que de las 18 millones de personas dedicadas al trabajo doméstico en América Latina y el Caribe, el 93% son mujeres. En Perú, la proporción es similar, del total de trabajadores del hogar, el 96% son mujeres: 342,192 personas, es decir, más que toda la población de Islandia.
Sin embargo, las asociaciones y sindicatos como los que dirigen Clementina y Adelinda estiman que las estadísticas reales son más graves. “Nosotros, con nuestra experiencia, estimamos que hay casi un millón de trabajadoras en el Perú, porque lo que las instancias manejan es lo que se ha sacado a través de las encuestas de hogares. Muchas mujeres no se declaran como trabajadoras del hogar ni los empleadores han declarado que tienen trabajadoras del hogar. Dicen que es una sobrina, es una ahijada, una pariente que ayuda. Es lo que estimamos como organizaciones que tenemos muchos años de experiencia de trabajo con nuestras compañeras”.
Dicha ley es fácil de encontrar en Internet (aquí, por ejemplo) y solamente consiste en tres páginas. También lo es un modelo de contrato o un modelo de constancia de pago, ambos facilitados por el Ministerio de Trabajo. A pesar de ello, según la Defensoría del Pueblo y el Instituto Nacional de Estadística e Informática, solamente un 30% de trabajadores del hogar se encuentran registrados legalmente, el 45% trabaja más de 48 horas semanales, 39% no se encuentran asegurados, solo 13% se encuentra en un sistema de pensiones, 17% no ha terminado la primaria y el 78% recibe un sueldo menor a RMV (remuneración mínima vital, que equivale 850 soles o 260 dólares mensuales aproximadamente).
Pero no bastaría con el cumplimiento de aquella ley. La Defensoría del Pueblo y la Organización Internacional del Trabajo han recomendado a Perú que ratifique el Convenio 189 de la OIT y la Recomendación 201, ambos dedicados exclusivamente a mejorar las condiciones de trabajo de los y las trabajadoras del hogar. Se le recomienda al Perú seguir el ejemplo de sus países vecinos, como Colombia, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina, Chile y hasta Guyana, quienes ya han ratificado el convenio. Si Perú lo hiciese; si sus congresistas, aquellos que forman parte de la Comisión de Trabajo, lo ratificaran; la ley existente podría modificarse e incluir, principalmente, las siguientes demandas de los sindicatos y asociaciones de las trabajadoras del hogar: siempre tener un contrato escrito, tener un mes de vacaciones, cobrar la Compensación por Tiempo de Servicios (CTS) y gratificaciones como cualquier otro trabajador, y cobrar por lo menos la remuneración mínima vital.
***
“Cuando se cuenta esto, parece que fueran como cuentos, como inventos. Pero, cuando te encuentras con la persona que lo ha vivido, es distinto. Acá tuvimos una experiencia hace algunos años. Habían traído de Ayacucho, en la época del terrorismo, a una chica a trabajar por la zona militar en Chorrillos. ¿Qué hacía el hombre? Violaba a la empleada todos los días ni bien se iba su señora a trabajar. Él regresaba del trabajo. ¿Y sabes de qué manera la violaba? Parada en la cocina y contra natura. Nosotras la hicimos regresar a Ayacucho, pero regresó mal. Tanto que su familia no la reconocía. Después de 14 años, solo se acordaba el nombre de su barrio”, me sigue contando Clementina.
***
Existen manera sutiles y otras muy directas de darle a entender a alguien que creemos que es inferior a nosotros. Podemos gritarles o quitarles el habla. Podemos hablar a sus espaldas o insultarlos frente a frente. Podemos, también, albergarlos o albergarlas en nuestras casas, pero en un cuarto más pequeño, sin ventanas, ubicado al costado de la cocina. Podemos prometer que les daremos comida, pero asegurarnos de que sean las sobras o algo más insípido, y que se sirvan con otros cubiertos y otra vajilla. Podemos comprarles un uniforme para que no se ensucien mientras trabajan, pero obligarlas a usarlos incluso cuando salen de nuestra casa. Podemos aceptar que trabajen para nosotros aunque no sean mayores de edad, pero retener su documento de identidad por si lo creemos necesario. Podemos invitarlas a la playa con nosotros, pero prohibirles entrar al mar en un horario que nosotros inventemos. O podemos incluir sus denuncias como puntos de agenda en la Comisión de Trabajo del Congreso, pero no asistir a nuestro trabajo para que no haya el quórum suficiente que pueda discutir la propuesta. Esto pasó el anterior martes 18 de abril. Ese día, mientras los congresistas se encontraban en cualquier otro sitio menos su lugar de trabajo, las empleadas del hogar se plantaron afuera del Congreso y gritaron por el megáfono una verdad: ellas son las que planchas sus camisas y las que cuidan a sus hijos mientras ellos “trabajan”.
En Perú, las asociaciones y sindicatos de las trabajadoras del hogar han tomado la iniciativa de la lucha por sus derechos desde hace décadas. Sin embargo, el Estado y la gran mayoría de bancadas políticas continúan dándoles la espalda mientras ellas les lavan las ropas. Mientras ellas siguen luchando por lo que merecen en sus pocas horas libres o reuniones dominicales, el camino para construir una sociedad más empática y menos discriminativa es uno más extenso. No basta con decir que estas mujeres son “como tu familia”, inventar apodos de cariño para llamarlas o, de vez en cuando, regarles la ropa que ya no nos gusta o no nos queda. Se trata de mirar con respeto a la persona que te alimenta, que te cuida a tus hijos o te plancha el vestido, y de considerarlas tan humanas como nosotros mismos, tan merecedoras de los mismos derechos de cualquier otro trabajador. Como dice Adelinda, en las trabajadoras del hogar se vislumbra y se reduce la cara de la pobreza de un país. Y nuestra actitud frente a esta.
Este texto fue publicado originalmente en Malquerida.