Carne para los leones - Segunda parte
Ser presa es ser carne. La carne es roja. Es muerte y sangre.
Al empezar el 2020, me encontraba viviendo en la casa de mi abuela paterna. Ella siempre ve las noticias. Desde mi cuarto, escuchaba el noticiero desde que empezaba y cada día le prestaba más atención. Al empezar el 2020, todos los días se hablaba de algún caso de violencia a la mujer. Era marzo y ya se empezaba a hablar del COVID-19.
De pronto, el 16 de ese mes, estábamos en cuarentena general por la pandemia. Esto implicaba el cierre de fronteras, el cierre de las instituciones educativas, restricción del derecho de libre tránsito y toque de queda. La medida del gobierno era que en esos primeros quince días de emergencia sanitaria en el país, nadie saliera de casa. Sólo podía salir a hacer las compras básicas uno por familia.
El 02 de abril, más o menos tres semanas después del inicio del estado de emergencia, el estado peruano decretó otra medida: “el pico y género”, es decir, el tránsito de personas estaría en función a su género. Lunes, miércoles y viernes podían salir los hombres y martes, jueves y sábado las mujeres. Los domingos no salía nadie y la medida estuvo vigente hasta el 10 de abril. Farid Matuk, miembro del comando de Operaciones Covid-19, dijo para explicar por qué se anulaba la medida:
“En el mundo patriarcal en el que vivimos hay un conjunto de roles asignados a las mujeres que, lamentablemente, no es el momento para combatirlos, pero sí se deben combatir”.
El costo de estas medidas fueron la discriminación, el refuerzo de estereotipos y el incremento de violencias dentro del ámbito doméstico. Como el caso de Marleny Estrada, quien fue asesinada ese año por Segundo Apaza Polloqueri, quién la enterró en su misma casa y dijo que se encontraba desaparecida.
Pasaban los días y las noticias solo hablaban del nuevo virus. De violencia de género no escuchaba más. .
Las primeras semanas no salía, unas semanas después salía a hacer compras a la bodega de la esquina de mi casa. Había muy poca gente en la calle, era menos probable que nos encontráramos con alguien conocido; sin embargo, yo no dejaba de encontrarme con el hombre que me violó.
Vive al frente de la casa de mi abuela paterna. Yo no quería cruzarmelo, sentía con más fuerza la incomodidad y el rechazo de la cercanía de quien abusó de mí. Verlo me ponía nerviosa. Aceleraba el paso. Otra vez el cara a cara con lo que yo sabía y nadie más. La violación puede ser una muerte callada y por dentro. Por eso, cruzaba hacia el otro lado de la pista o volteaba hacia una calle que no tenía pensada. Aún lo hago para evitarlo.
Miraba por la ventana, enojada de ver más seguido al vecino del frente siempre mirándome raro. Siempre acosador. Viendo hacia mi ventana. Emborrachándose y peleándose en la calle con otras personas. Viene el serenazgo.
Pasan los días. En mi edificio se oyen unos niños llorando. Los gritos aumentan y se pueden escuchar en toda la cuadra. Los vecinos salen a gritar “Que venga la policía”. Viene la policía y viene serenazgo.
Pasar los días enteros en casa me hacía pensar más en la violencia en el ámbito doméstico. Como ya no escuchaba en la televisión las noticias sobre violencia, un día escribí en Google: violencia sexual + Perú 2020 a ver que encontraba. Así empezaba el 2020 antes del COVID-19:.
“Cifras de espanto: 40 menores fueron abusados sexualmente en Piura solo en el mes de Enero”
“Las siguen matando. El asesino era su enamorado”
“Violó y mató a niña”
“Cada dos horas se abusa de un menor en el Perú”
Escribo nuevas palabras clave en Google: Violación sexual. Perú. 2020. Padrastro. Violencia doméstica. Entro a alguna página. Las noticias iban cambiando. Eran muchas menos las de violencia. La mayoría son de COVID-19. Han disminuído las de violencia de género, como si se nos hubiera olvidado lo que ya nos mataba, a menos de un metro de distancia y en casa. El confinamiento confirma que este no es el espacio más seguro para las mujeres. Hago pantallazos de lo que encuentro esos días.
“Una mujer y sus dos menores hijas fueron violadas y asesinadas en Ayacucho”
“Alrededor de 2300 llamadas de niños han denunciado que su mamá es atacada o sus hermanitos son golpeados”
“Adolescente estuvo obligada a pasar cuarentena en la misma casa que su agresor sexual”
“En el 2020, la violencia de género en Perú aumentó en un 130%”.
Ha pasado un año, es 2021 y he abierto el PDF del libro Estructuras elementales de la violencia de Rita Segato. En el primer párrafo del primer capítulo (“La estructura de género y el mandato de violación”), me llama la atención la definición de “violación cruenta”:
… “Por eso mismo, una absoluta mayoría de los detenidos por atentados contra la libertad sexual está encuadrada en este tipo de delito, aunque éste representa una porción insignificante de las formas de violencia sexual e incluso, muy probablemente, de las formas de sexo forzado. Como se sabe, faltan las estadísticas y los procesos son pocos cuando se trata de abuso incestuoso o acoso producido en la privacidad de la vida doméstica”.
Esos días de encierro en que de pronto nos pusieron a pensar en la muerte, en el fin del mundo, en contagios sociales, en la distancia, en la convivencia, en las conspiraciones. Yo no dejaba de pensar en las niñas que podían estar siendo violadas, en la construcción de una identidad asociada a la violencia física, psicológica y sexual del orden de la estructura patriarcal que condiciona nuestro desarrollo.

***
“La violencia en el interior de las casas se desborda”, pensé, mientras miraba las manchas de humedad del baño celeste de la casa de mis abuelos. Ahí viven mi mamá, mi hermana y mi prima hermana y he ido a visitarlas. Es la casa de nuestra infancia. La recorro y reconozco las huellas de las memorias de la violencia que me construyeron. Y que hacen supurar las heridas que viven dentro.
La ventana de la sala tiene un vidrio rajado que tiene pegado una cinta scotch. Está así hace años. Pienso en que es el silencio tapado con cinta para que no hable, el parche de lo roto, del dolor de un cuerpo. En ese vidrio quebrado se han quedado los gritos de las peleas que escuchaba con mi prima, desde el tragaluz del segundo piso donde intentábamos ver que pasaba
Me pregunto si la ventana está así desde las peleas que nosotras vimos a escondidas o quizá desde las que vio mi mamá. Tengo una conversación con ella sobre su infancia. Me habla de las discusiones, de la violencia de mi abuelo y dice: Él no medía, él aventaba cualquier cosa, lo que encontrara. ¿Qué pasaba si encontraba un cuchillo? Él lo lanzaba. A mí. A mi mamá. A cualquiera.
La casa tiene diferentes texturas de pisos: blanco con líneas negras los de la sala, rojo con líneas amarillas el de la cocina, otro marrón con manchas que forman rostros. Cuando no veíamos las peleas, las escuchábamos. Desde algún escondite. Cuando no veíamos nada, intentábamos seguir por donde iba la pelea. Por la cocina. Baño. Sala. Dormitorio. Comedor. Y veía ese espacio en mi mente. Sonaba una puerta, adivinábamos cuál. Se rompía algo. Tratábamos de adivinar qué. Los pisos sonaban con pasos de empujones, jalones y caídas. Sonaban puños. Se perseguían. Cuando veo los pisos, lo recuerdo. Vi a mi abuela caer varias veces, por un empujón de mi abuelo o de vértigo. Ella sufría de vértigos y decía que yo sufría de susto.
En el patio de la casa, está el baño donde me pasaba el huevo. Mi abuela rezaba y me enseñaba a rezar padres nuestros y aves marías. Veía pasar sus manos enfermas de artrosis con el huevo haciendo cruces. Por mis piernas. Por mis brazos. Sentía el huevo frío, al principio y luego me relajaba. Mi abuelita tomaba mi mano y me enseñaba a pasármelo, para que así supiera curarme. Una burbuja representaba el ojo que me ha hecho daño. Lo tiro y bajo la palanca del inodoro. Se van las telarañas blancas.
Saltaba en la cama desde niña y lloraba. Fui por primera vez a la psicóloga entre los 3 y 4 años. Y no sé porque lo que recuerdo de mi paso por la psicóloga a esa edad. Son dos cosas. Que había un juego donde se llevaba a un bebé de un lugar a otro y me gustaba. Y que mi mamá cuenta que hice un dibujo donde dibujé a mi papá por las nubes. La psicóloga lo llamó y le dijo que yo no reconocía a mi figura paterna.
***
En la otra casa, la de mi abuela paterna, también se vivió violencia. Me doy cuenta que de alguna manera se repiten las historias en ambas familias: violencia psicológica, ausencia paterna, celos, infidelidad, violencia física.
Una de las historias que mi mamá suele contarme es sobre el día en que nací. Llegó con las justas al hospital. Yo sabía que ibas a ser mujer. Tu papá quería un hijo hombre, muchas veces dijo que serías hombre. Encima naciste con el pelo bien tupidito. Mi abuelo de parte de mamá es negro. Tu papá te vio y dijo: "Ah, es mujer”. Una pausa: “…y zambita". Y se fue a sentar a una silla. Mi mamá cuenta esa reacción con decepción. Yo ahora tengo el pelo lacio.
***
Vuelvo a buscar a mi mamá para preguntarle por su nacimiento. Ella me cuenta:
Mi papá estaba en el trabajo y ese día lo habían nombrado.
Mi mamá cuenta esa parte con orgullo, como la niña que al nacer le había traído suerte a su padre. Pero sigue y me dice:
Cuando mi papá llegó, mi abuela le dijo: "Ya nació tu hija. Es mujer" Mi papá respondió: “Ah, mujer, carne para los leones”
En mi mente apareció la imagen como de una herida infectada por dentro. Y pensé: parece estar todo escrito desde que nacemos. Nacer mujer es, desde casa, venir a ser presa del poder. De la dominación. De la necesidad. Del deseo. De la posesión. Ser presa es ser carne. La carne es roja. Es muerte y sangre.