Estoy en el avión. Vuelvo a “casa”. ¿Es mi casa? A veces, sí. A veces, no. Depende del día y de mi estado de ánimo. He cometido el error de no calcular bien el tiempo, de no descargar suficientes capítulos de The Chair, y ya he devorado el último episodio de The Pants Podcast. Me aburro. No tengo sueño.
He observado durante un rato a la gente variopinta que también ha subido a este avión intentando huir del calor bochornoso de Valencia. Hay un chico viendo el último capítulo de La Casa de Papel. La pareja que tengo sentada al lado se abraza. He visto a una chica leyendo un cómic de Star Wars y a una mujer brindando con sus amigas. Estarán celebrando algo. Mucha gente duerme. Mucha. Yo no puedo dormir. ¡Qué mierda! De repente me he dado cuenta de que tengo canciones descargadas en Spotify, le doy al play y pienso: ¡ya la hemos cagado! Dean Lewis, Ben Howard, St Woods, Ruben, Lewis Capaldi y una lista sin fin de canciones para recordar y llorar. Y eso empiezo a hacer sin darme cuenta. Lloro, pero… ¿por qué?
¿Porque las canciones de Lewis Capaldi me recuerdan a una ruptura? ¿Lloro porque la música de Ben Howard me acompañó durante mi ansiedad? ¿Lloro porque no quiero volver a Bruselas o porque me quiero ir de Valencia? No lo sé. No quiero volver y a la vez quiero irme. No sé de qué me extraño, si esto pasa tantas veces como vuelos cojo de mi ciudad de residencia a mi ciudad natal, y viceversa.
Me da la sensación de que para quienes nos hemos ido de nuestro país el concepto de “casa” es ambiguo y confuso. ¿Casa es donde nacimos? ¿Donde vivimos? ¿Casa es donde nos sentimos libres y podemos ser nosotres mismes? ¿Casa pueden ser también personas? Cuando alguien me pregunta, abre una caja de Pandora del tamaño del Gulliver al lado de los liliputienses, en el parque de Valencia. Y la verdad es que no tengo la respuesta, aún no. ¿Dónde me siento en casa y dónde está mi casa?
Dejé el pueblo por primera vez hace unos 8 años. Con ganas de explorar, pero también de huir, con la mochila llena y mucho por aprender. Ahora me doy cuenta de que la persona que se levanta todas las mañanas tras apagar 7 alarmas no es la misma que la que asistió a un concierto de Residente en 2015. Creo que han cambiado muchas cosas, pero otras no. Mala hierba nunca muere. Y, a lo mejor, ahí está la respuesta. Al volver a la ciudad que te vio cometer muchos errores, la gente te sigue tratando como la persona que eras cuando te fuiste, pero no puede ver la persona que eres ahora. A lo mejor por eso tengo ganas de irme cada vez que vuelvo… porque ya no me encuentro.
Llegué a Bruselas hace casi 4 años. Con ganas de buscar nuevas oportunidades laborales y olvidarme del pasado. Han sido años de amigues maravilloses, montañas rusas, retos laborales, activismo, hobbies y poca luz en el cielo. Aunque, parece que ahora todo está encauzado. Cuando escucho a mi compañera de piso decir “la vida no, gracias” cuando quiere huir de sus obligaciones, sonrío; cuando veo a mis amigues intentar cambiar el mundo día a día, estoy feliz; y cuando llega Pink Screens, el festival de cine queer de la ciudad, me mato a trabajar, pero después exploto de alegría. Aunque… como siempre… no todo lo que brilla es oro. Cada 3 o 4 meses, entro en crisis existencial, crisis laboral o crisis emocional. You name it. En mi piso en Place Meiser, las hemos pasado todas. Y empiezan las preguntas, las dudas, las conversaciones infinitas y las, tan necesarias, sesiones con mi psicóloga. Y ahí aparece, otra vez, la gran incógnita: ¿Será que quiero volver a “casa”? Nunca he intentado vivir allí como “adulta”. ¿Habrá llegado la hora?
Lo más gracioso y paradójico es que nunca me doy el tiempo suficiente para llegar a una conclusión y contestar a la pregunta. Amenazo con irme. Echo un par de solicitudes en la Terreta, como le decimos a mi tierra. Y, luego, me arrepiento y cambio de idea, como cambia el tiempo en Bélgica. Y vuelvo a ese impasse. Sé que algo no va bien, pero como no sé identificarlo, cierro la caja de Pandora y vuelvo a mi día a día. Y me vuelvo a quedar sin respuestas.
Estoy en el avión que despega del Aeropuerto de Valencia, con dirección a Bruselas Zaventem. Pienso en lo que dejo aquí, una vez más, y sobre lo que me espera en la capital de los Pitufos. A lo mejor tengo dos casas y no hay que elegir. O a lo mejor no y aún no lo sé. Lo único que sé es que sentirse entre dos tierras, en este caos, es tan bonito como agotador.
Muy identificada con lo bonito y agotador