Hasta que la dignidad se haga costumbre - Segunda parte
No hay forma de reclamar si la culpada se siente culpable. Todo el tiempo se te exige perfección y la demostración constante de que lo estás pasando bien.
Interrumpir un embarazo es abortar la legalidad también, todo su sistema de normas y castigos. Es abortar la criminalización.
Me pareció injusto abortar sola. Así lo sentí. Al día siguiente, fui a saludar a una de mis mejores amigas por su cumpleaños. Le conté solo para tener que irme rápido. Estaba triste, no lo podía verbalizar, pero lo sentía en la piel. Estaba en una especie de shock. Decía que no era para tanto. No podía llorar delante de nadie, solo de M. Intenté llevar mi vida con normalidad, como si nada hubiera pasado. No me di el tiempo, ni me permití procesarlo. Me silencié.
Te soñé de blanco. Desperté porque te reconocí. No hay regreso después del fin. Recuerdo tu olor almidonado.
Este año, conversé sobre el tema con mi psicoanalista, K. Ella fue la primera persona en nombrar el duelo que implicó mi proceso de aborto. A veces como feministas, solo vemos los cuidados médicos y teorizamos. Teorizamos y politizamos todo el tiempo, pero olvidamos la atención emocional que un hecho así demanda. Recuerdo que, ya “superado” el tema, me dediqué a buscar información sobre los cuidados necesarios después del aborto. Busqué en publicaciones y espacios virtuales alternativos. Incluso encontré un fanzine muy útil y bonito. Aconsejaban tomar tales infusiones… incluir ciertos alimentos en tu dieta… hacerte una ecografía a las dos semanas… No había nada que explicara por qué me sentía tan triste con mi decisión. Aparentemente no tenía sentido, si era lo mejor para mí y mi crío.
Yo me decía que, si hubiera dependido de mí, lo habría tenido. Eso quería pensar. En realidad, no lo quería, ese deseo era falso. Subvertir ese mandato es lo que duele, como subvertir el mandato de la heteronorma, de la institución del amor, del matrimonio, del compañero, de la familia... Soy una monstrua que rechaza todo a lo que debería aspirar como sueño. Como dice la canción “Terroristas” de las Histriónicas Hermanas Hímenez, aborté la vida perfecta, o lo que la sociedad nos impone como “vida perfecta”.
En terapia me di cuenta de que, me gustara o no, era un duelo. Y que debía validar mis emociones, no negarlas, no juzgarlas, ni ponerles etiquetas como “estar feliz está bien, estar triste no”. Me sentía triste y eso estaba bien. Era lógico. Era normal sentirme así. Entonces lo entendí y confirmé la ausencia de arrepentimiento. Hubiera condenado a esa criatura a una vida difícil, con una mamá sin tiempo para quererlo. Madres tristes, hijes tristes. Es así. Una compa mexicana escribió en Twitter: “Hoy no he dejado de llorar porque aborté, no porque no lo quisiera. Aborté porque amaba mucho a ese chícharo y no quería que tuviéramos la vida que puedo dar ahora. Y sé que estamos bien, que me quería igual, pero duele nunca besarle la naricita”. Y sentí esas palabras tan mías. Abortar es un acto de amor.
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No debería ser tan difícil maternar en estos tiempos, pero lo es. Lo paradójico es que el relato hegemónico te impulsa a “formar familia”, es decir, a casarte y reproducirte. Te persuade, te convence, te motiva bajo la promesa de premiarte con su idea de felicidad y realización. Todo dentro del pack “institución del amor”: matrimonio + maternidad. Esta es una ficción extendida por todo el globo, así como la epistemología occidental.
En la práctica, la maternidad es un acto solitario. Lo feliz es compartir risas y abrazos con les hijes. Todo lo demás es difícil: la falta de tiempo, la subordinación de los sueños, los malabares financieros, la ausencia de políticas públicas en torno al cuidado y al trabajo en casa no remunerado. Es difícil aun con una pareja con la que, supuestamente, se comparten tareas. “Soltera” o mamá que cría sola, es el triple de difícil. Aunque en realidad, nunca criamos solas. Existe toda una red de otras mujeres que nos echan una mano para no consumirnos vivas o perder la cordura: las abuelas, las tías, las hermanas, las primas, las amigas…
Una de las más famosas consignas por la legalización del aborto en América Latina es “la maternidad será deseada o no será”. La maternidad es la idea que nos vendieron todo el tiempo. En esta sociedad, la maternidad es lo único que nos enseñan a desear a las mujeres. Nuestro deseo erótico es anulado. Virgen o puta, siempre al servicio del varón. No podemos desear el sexo, no, solo su consecuencia. Desde pequeñas nos llenan de bebés, nenucos y ñañas. Con dos, tres, cuatro años paseando a esas criaturas de plástico en un cochecito, bañándolas, cambiándoles el pañal… y las tías aplaudiendo, los tíos riendo, los abuelos chochos. Si en cambio, el protagonista hubiera nacido con pene, lo castigaban. Habrase visto un hombre cuidando de sus hijos. Qué barbaridad.
Pero… ¿cómo disociar esta idea de nuestras mentes, si es base en la construcción de nuestra identidad? No eres una mujer de verdad si no eres madre. Este condicionamiento es causa y consecuencia de una socialización en torno a la maternidad como núcleo y cenit de nuestras vidas. Y cuando por fin nos “realizamos”, aparecen más exigencias. Pero, ¿qué esperabas? La fiscalización a las madres es una cuestión alucinante. No tiene descanso. Se da todo el tiempo, a todas horas. Para los padres, no. Basta con que aparezcan de rato en rato; si hay foto, mejor… aplausos. Dicen que les niñes son el futuro del país, de este país embargado por corruptos y demás impresentables que en algún momento fueron el futuro del país. Detrás de la glorificación de la madre sacrificada y abnegada, hay un desprecio colectivo a las mujeres. Es la excusa para no aceptar que hemos fallado como sociedad, y lo seguiremos haciendo. Hemos —han— encontrado a la perfecta culpable.
Si te ven sola —y sola, esta vez, quiere decir sin el niño, porque asumen que es extensión de tu cuerpo— abundan las preguntas como: ¿dónde lo dejaste? ¿Con quién? Con la abuela, claro, mamá luchona. ¿Con la tía? Qué descuidada. ¿Con la vecina? Después no te quejes si le pasa algo a esa criatura. ¿A dónde estás yendo? ¿Qué es más importante que estar con tu hijx? Trabajar, ok, marcas salida y derechita a tu casa. ¿Qué? ¿Estás yendo a visitar a una amiga? Para eso no hubieras tenido hijo. ¿Por qué estás triste? ¡¿Depresión?! Pero con tan linda compañía, qué egoísta, qué tonta. ¿Cómo te puedes sentir sola? No te creo que varias amistades se hayan alejado de ti porque piensan que solo vas a hablar de tu crío. Busca a otras madres pues y, de paso, a una niñera. Tampoco lo cuides todo el tiempo tú; tienes que encontrar un “trabajo de verdad”. ¿Estás cansada? No te escucho. Si algo te molesta, mejor te callas, por el bien de tu familia. Tu vida se limita al cuidado de otro ser, si es que no son más.
Esto conduce a la maternidad como emboscada. No hay forma de reclamar si la culpada se siente culpable. Todo el tiempo se te exige perfección y la demostración constante de que lo estás pasando bien. No te quejes, nunca te quejes. Sonríe siempre. Esto termina por despersonalizar a las mujeres y a nadie le importa ¿o sí? Pretenden que les importa, pero en realidad, es pretexto para permanecer en la inacción, la misma que aboga por el futuro del país. Sientes culpa si eres madre, sientes culpa si no lo eres. Alguien debería escribir sobre la relación histórica entre las mujeres y la culpa.
Consciente de esto, he decidido vivir una maternidad libre, disidente si se quiere. Una vuelta a la niñez, acompañamiento mutuo. Dos wawitas creciendo juntxs. Aprendizaje de ida y vuelta. Disfrute auténtico, no como parte del montaje para las redes sociales. Cuestionamiento también. Pero cuánto ha costado… sobre todo el enfrentamiento a la mirada juez —en realidad, alienada— de los mayores. Derribamos su sistema de control del buen comportamiento y punición; porque siempre hay punición, te mintieron si dijeron que no. He elegido, con el costo que implica, no ser sumisa, zafarme de sus códigos.
Llegó el pequeño y me despertó de mi sueño adulto.