La salud y la enfermedad
Me hubiera gustado decir que todo fue una farsa, que me confundí y en verdad sí podía respirar; decirle que se vaya, que sea feliz y me deje sufrir sola.
Me gustaría no ser la persona que escribe este texto. Me gustaría ser la persona que solía ser antes de tener covid. En muchas ocasiones anteriores de mi vida, he tenido los versos de Calderón de la Barca en La vida es sueño presentes: “Ay, mísero de mí!”. En mi juventud, hubo sus cuotas de drama: salidas del clóset, problemas de salud mental y más etcéteras. Hay una etapa en el proceso de la desesperación en la que una se pregunta: ¿Por qué a mí? ¿Qué hice yo para merecer esto? Hace dos semanas que siento que nunca he tenido absolutamente ninguna razón válida para sufrir o quejarme de nada. Es decir, en ese momento, esas sensaciones fueron reales y supongo que comprensibles, pero hoy, un domingo de sol en Ámsterdam, mientras me cuesta inhalar, me duele la cabeza y no pude dormir porque no podía respirar, son solo sombras en comparación a una angustia relacionada con observar a tu cuerpo luchar por llegar al baño sin agitarse.
En Euphoria, la serie de HBO con actorxs ridículamente good looking, dicen que cuando te pasa algo traumático percibes tu realidad como si fuera una película. Es curioso porque a mí me pasa lo contrario. Creo que me he empeñado siempre en experimentar la realidad lo más cercana a la ficción posible: estudié literatura, hice un máster en el que terminé analizando películas y las salas de cine me parecen pequeños oasis en medio del caos que es la vida real. Entonces, todo esto no es una obra de teatro para mí; es lo más absurdamente cercano a la muerte y a la degradación del cuerpo que he experimentado. Además, y sigo agradecida de no estar intubada en un hospital, el covid también ha inflamado mis ojos y mis ficciones están más lejos de mí que nunca.
No escribo esto para dar pena. Lo escribo porque necesito procesarlo, entenderlo y, tal vez, otras personas lo encuentren cercano. El otro día visité a una doctora muy empática y comprensiva (ella misma había tenido síntomas parecidos), como pocxs médicxs lo son, pero me miraba como se mira a un perrito que no puede nunca alcanzarse la cola. No recuerdo haber sentido antes la mirada de otros desde ese ángulo. Mi novio solía mirarme con deseo, con enojo, con comprensión, con angustia, pero hasta que me enfermé de covid no lo había visto dirigir su mirada a mí con una preocupación genuina por si iba a poder seguir viviendo una noche en la que no podía dormir porque no podía respirar estando echada. Cuando una persona que quieres te mira así, hay algo que se termina y vuelve a comenzar. Me hubiera gustado decir que todo fue una farsa, que me confundí y en verdad sí podía respirar; decirle que se vaya, que sea feliz y me deje sufrir sola. Quiero su compañía y su apoyo, pero no quiero que viva sus días junto a lo que me toca vivir a mí. Quiero un mejor destino para la gente que quiero.
Después del sufrimiento por ti misma y por la gente que quieres y por tu cuerpo que decae, llegan las preguntas acerca del pasado y del futuro. El presente prefiero obviarlo lo más posible. Con respecto al pasado, he revisado obsesivamente cada momento que podría haber sido gozoso que me perdí, cada día soleado que no salí a caminar, que cancelé un plan con amigues, que no fui al cine o al concierto, que no le dije todo lo que sentía por inseguridad y miedo, que no terminé de leer ese libro, que no fui a ese restaurante. Cada uno de estos acontecimientos que no pasaron tiene un lugar importante en mi mente ahora: pude haber vivido una vida más plena cuando aún podía, todos esos ataques de pánico por cosas que no estaban pasando y no era muy probable que pasaran. Todo lo que me demoré en hacer mi maestría y todo el tiempo que he perdido pensando en esta vida, pensando en cómo no me sentía suficiente, en si esa persona me quería o no, y en cómo este mundo es estructuralmente desigual, injusto y cruel, y si vale realmente la pena estar aquí, qué quiero hacer con mi vida, por qué estoy viviendo. Cuando te cuesta levantarte para tomar una ducha, estas preguntas no importan tanto. Irónicamente, la pregunta por el sentido de la vida solo parece apropiada cuando no hay ninguna amenaza real a tu calidad de vida. Cuando mis pulmones se incomodan por el más mínimo esfuerzo físico, solo me imagino afuera en mi bicicleta en un domingo soleado de comienzos de primavera europea, solo pienso en poder realizar pequeñas acciones cotidianas sin pensar en niveles de saturación: caminar por el parque escuchando música o leer sin sentir que mis ojos van a cansarse.
El futuro es complicado hoy. Por momentos, me permito pensar que voy a recuperarme, que estos efectos del covid sobre mi cuerpo van a irse eventualmente. Nadie te puede decir cuándo o si va a pasar at all. Cuando estoy en este estado mental, me imagino todo lo que voy a hacer cuando me sienta mejor. Existe esa sensación que, si te recuperas, si sales de esta, vas a cambiar tu vida. Serás una versión mejorada de tu persona. Te susurras promesas a ti misma. La mayor parte del tiempo siento que voy a tener que vivir así por un tiempo más y ese pensamiento se hace más insoportable a medida que el tiempo pasa. Siempre pensé que una de las peores cosas de vivir era saber que todas las personas que quieres van a enfermar y, eventualmente, morir. Tengo poca gente realmente cercana en mi vida, pero los que están cuentan bastante. Muchas veces he pensado realmente extrañada cómo es que los seres humanos sobre esta tierra vivimos así: sabiendo que nuestra propia existencia en el mundo puede estar por acabarse en cualquier momento. Todavía no sé bien cómo voy a hallar nuevas narrativas para seguir teniendo una vida relativamente satisfactoria en estas circunstancias.
En los últimos días, he estado pensando estos en mi cuerpo. Como muchas personas en este mundo, mi relación con mi cuerpo ha sido todo, menos óptima. Desde que era pequeña, fue muy consciente que mi cuerpo no era como debía ser bajo los estándares de la belleza hegemónica patriarcal occidental, en todas las dimensiones que eso implica. No era suficientemente flaca, mis brazos eran muy anchos, mis tetas muy grandes, mis piernas muy gordas. Hace poco que empecé a aceptar las particularidades de la forma física que me sostiene y a tratar de quererla un poco más. Esto parece a veces imposible. Hoy le estoy agradecida a mi cuerpo por haber estado 30 años funcionando bien y nunca he experimentado esto antes. Tanto odio hacia la materia misma que permite el devenir de nuestras vidas. Hoy también lo resiento y le exijo mejoría pronta, rápida. Siento mi cuerpo débil y abatido como nunca antes y, aún así, le odio. Lo he odiado tanto mientras ejecutada tantos procesos vitales por mí de los que, honestamente, no se toma consciencia tan fácilmente: cuando respiras bien ni se te ocurre la idea de que dejes de serlo ni piensas cómo sería.
Hay un discurso que me resulta muy extraño sobre la enfermedad: una batalla que hay que vencer y si lo logras, saldrás mejor, más madura, más contenta, dispuesta a disfrutar mejor de la vida. La verdad es que no sé si tenga sentido para mí. Creo que más bien es una batalla contra ti misma y para ti misma en busca de nuevas formas y nuevas razones para pensar en cómo vivir y por qué hacerlo.