Dinosaurios rojos
Sentada en el borde de la cama, –las sábanas como si hubiera matado un animal pequeño– llamé a mamá a gritos igual que cuando me subía la fiebre y empezaban las alucinaciones. Como todavía hago.
Era verano y ese día nos íbamos de viaje a la playa. Algunas niñas de mi clase pasaban los calores de julio y agosto aletargadas entre Salou y Peñíscola; y otras, en el Pirineo o en el pueblo, pero nosotros salíamos de vacaciones no más de tres días al año, lo cual me fastidiaba porque me recordaba cuál era mi lugar. Esa mañana, mientras mamá alistaba las maletas, bajé a desayunar con mi pijama de pantalón corto blanco y dinosaurios azules y una sensación rara.
A los once años ya dormía sin bragas, un hábito criticado en las conversaciones de recreo, cuando en lugar de jugar como las niñas que éramos, nos sentábamos en círculo sobre nuestras batas rosas imitando a las alumnas mayores, aunque sus conversaciones eran un completo misterio para nosotras.
La molestia que no lograba identificar seguía ahí después del desayuno. Algo no funcionaba adecuadamente, como si mi piel no fuera mi piel y mi cuerpo hubiera olvidado qué hacer con los brazos y piernas. Era un dolor al que no podía darle nombre, porque la memoria solo conoce sus propias cicatrices y cuando revive aquellos dolores antiguos, a veces, descubre que no aprendió nada.
Al sentarme en la taza del váter, me encontré con que la mitad de los dinosaurios azules ahora eran rojos. Tenía sangre seca hasta casi las rodillas. Lo pienso y me parece una barbaridad. Es demasiada sangre, pero la imagen que guardo es así. En cualquier caso, dormir con bragas no habría evitado que tiráramos el pijama a la basura. Sentada en el borde de la cama, –las sábanas como si hubiera matado un animal pequeño– llamé a mamá a gritos igual que cuando me subía la fiebre y empezaban las alucinaciones. Como todavía hago.
Lo que sigue es confuso. Recuerdo el abrazo de mi padre antes de subir al coche y conducir hasta la costa. Recuerdo la incomodidad del asiento de cuero trasero y las piernas entumecidas por el esfuerzo de no moverme. Recuerdo que el calor era insoportable y que temía que no fuera sudor sino sangre lo que notaba entre mis muslos. Recuerdo agradecerle a la vida estar de vacaciones y no en clase de matemáticas. Recuerdo a mi madre en el baño de ese apartamento alquilado explicarme para qué sirven las menstruaciones. Recuerdo el deseo de estar sola. Dormí una siesta larguísima mientras mi familia tomaba el sol y se bañaba en la playa como las otras familias. Pero por la noche, mi padre se empeñó en celebrar. Era un día importante. Nos llevó a cenar y le dijo a mi hermano, que entonces tenía seis años, que era un día importante porque “tu hermana ya es mujer”. Recuerdo a mi padre llorando, pero también llora cuando se ríe. Yo quería regresar al apartamento y cerrar la puerta de mi cuarto, pero insistió en pedir postre. Hoy, después de escribir estas líneas y de no hablar con él durante muchos meses, recibo un mensaje suyo.